En 1826, Domingo Faustino Sarmiento, con 15 años de
edad, residió en la actual localidad de San Francisco del Monte de Oro, provincia de San Luis. En el
siguiente fragmento de su libro autobiográfico “Recuerdos de Provincia” (escrito
en 1850), el insigne sanjuanino relata algunas de sus vivencias y las tareas que desempeñó junto a su
tío y mentor, presbítero José de Oro, en dicho lugar.
“Después
de la batalla de las Leñas, en que los suyos fueron vencidos, don José de Oro
emigró a San Luis, y fui yo a poco a reunírmele, abandonando la carrera de
ingeniero que había principiado. Nos queríamos como padre e hijo, y yo quise
seguirlo, y mi madre por gratitud lo aprobaba. Algunos rastros han debido
quedar en San Francisco del Monte de nuestra residencia allí. Introdujimos
flores y legumbres que nosotros cultivábamos pasando horas enteras en derredor
de un alhelí sencillo, el primero que nos nació. Fundamos una escuela, a que
asistían dos niñitos Camargos, de edad de veintidós y
veintitrés años, y a otro discípulo fue preciso sacarlo de la escuela, porque
se había obstinado en casarse con una muchacha lindísima y blanca, a quien yo
enseñaba el deletreo. El maestro era yo, el menor de todos, pues tenía quince
años; pero hacía dos por lo menos que era hombre por la formación del carácter,
y ¡ay de aquel que hubiese osado salirse de los términos de discípulo a maestro
a pretexto de que tenía unos puños como perro de presa! La capilla estaba sola
en medio del campo, como acontece en las campañas de Córdoba y San Luis. Yo
tracé, pues que tenía unos tres meses de ingeniero, el plano de una villa, cuya
plaza hicimos triangular para darnos buena maña con la escasa tela; delineóse
una calle, en cuyo costado trabajó un señor Maximiliano Gatica, si no me
olvido, demolimos el frente de la iglesia que había pulverizado un rayo, y
construimos un primer piso de una torre y coro, compuesto de pilares robustos
de algarrobos, coronado de un garabato natural, encontrado en los bosques, que
describía tres curvas, la del centro más elevada que las otras, en la cual
tallé yo en grandes letras de molde esta inscripción: San Francisco del Monte de Oro,
1826 . ¡Por qué rara
combinación de circunstancias mi primer paso en la vida era levantar una
escuela y trazar una población, los mismos conatos que revelan hoy mis escritos
sobre Educación popular y colonias!
Vagaba yo por las tardes, a la hora de traer leña, por los vecinos bosques, seguía el curso de un arroyo trepando por las piedras; internábame en las soledades prestando el oído a los ecos de la selva, al ruido de las palmas, al chirrido de las víboras, al canto de las aves, hasta llegar a alguna cabaña de paisanos, donde conociéndome todos por el discípulo del cura y el maestro de la escuelita del lugar, me prodigaban mil atenciones, regresando al anochecer a nuestra solitaria capilla, cargado con mi hacecillo de leña, algunos quesos o huevos de avestruz con que me habían obsequiado estas buenas gentes. Aquellas correrías solitarias, aquella vida selvática en medio de gentes agrestes, ligándose, sin embargo, a la cultura del espíritu por las pláticas y lecciones de mi maestro mientras que mi físico se desenvolvía al aire libre, en presencia de la naturaleza triste de aquellos lugares, han dejado una profunda impresión en mi espíritu, volviéndome de continuo el recuerdo de las fisonomías de las personas, del aspecto de los campos, aun hasta el olor de la vegetación de aquellas palmas en abanico, y del árbol peje tan vistoso y tan aromático. Por las tardes, vuelto a casa, oía en la cocina cuentos de brujos a una Ña Picho, y volvía más tarde al lado de mi tío a promover conversación sobre lo pasado, a leer un libro juntos y preparar las lecciones del día siguiente. Una mañana aparecióse uno de mis deudos que venía a llevarme a San Juan, para mandarme de cuenta del gobierno a educar a Buenos Aires. Dejóme optar libremente mi tío, y escribí a mi madre la carta más indignada y más llena de sentimiento que haya salido de pluma de niño de quince años. ¡Todo lo que en ella decía era, sin embargo, un puro disparate! Vino a poco por mí mi padre, y entonces no había que replicar. Nos separamos tristes sin decirnos nada, estrechándome él la mano y volviendo los ojos para que no lo viera llorar”.
Domingo Faustino Sarmiento
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